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El Mapa Imposible (página 2)



Partes: 1, 2

 

Esta enorme masa de imágenes
sería intervenida, a continuación, por cuatro
fotógrafos que,
aprovechando técnicas
digitales de edición
de imagen,
seleccionarían aquellas que, siguiendo a la
tradición expresiva antes citada, hubiera impresionado a
cada uno, guiados por su intuición o su «conciencia». Esta nueva imagen, modelada por
las lecturas de las filmaciones practicadas por el
fotógrafo, aparece literalmente abstraída del fluir
narrativo autónomo de la filmación, y es
contrapuesta a su «origen», al filme, casi como un
símil del ojo deambulante y sus recuerdos. Establecer si
estas imágenes, así seleccionadas, se corresponden
con la gratuidad o decisión del continuo de lo filmado en
el cuadro a cuadro, me parece inútil. Es más,
pienso que lo relevante de este aspecto del trabajo, es la
formidable metáfora del tránsito del ojo y sus
recuerdos. Lo relevante aquí, es la equivalencia en el
procedimiento:
la abstracción. La cualidad sustractiva de toda imagen.
Ahora, las imágenes digitalizadas de las filmaciones y de
sus «abstract» inmóviles se exhiben en una
estructura que
remeda, a escala, una
cámara oscura. Este dispositivo se constituye en el
espacio-reino de una imagen que, en su aparente inmaterialidad,
se asemeja aún más a una metáfora de
la memoria.
Como si el negro abisal de la cámara oscura se
reencontrase con la condición imaginaria y la cualidad
luminosa del espejo y, la selectividad ya gratuita ya domesticada
de la imagen-recuerdo. Esta vez no es una memoria humana;
no somos tú o aquél… recordando. Es un recuerdo
que acaece, autónomo, maquinal. Automático, como
aquello que se recuerda y no reconoce función o
sentido, al igual que aquello que fue filmado o fotografiado a
pesar del fotógrafo, a pesar del proyecto, cuya
posibilidad proviene precisamente de la operación
sustractiva de toda imagen y que han institucionalizado las
tradiciones más arraigadas sobre la fotografía.

Para cuando se inventa la cámara oscura, remota
antecesora de la cámara fotográfica, América
está siendo conquistada y rehabitada. Como se sabe, las
ciudades americanas iniciaron sus procesos
fundacionales al interior de una renovada ideología de la frontera,
estrechamente vinculada con la de la ecumene. Un famoso párrafo
de Mariano Picón Salas resume la circunstancia: en bula
papal de 1493, los Reyes Católicos heredaban la
obligación de extender la ecumene a través de la
evangelización de los habitantes de las nuevas tierras.
Imbuidas en esta misión,
las huestes conquistadoras avanzaban acompañadas de
sacerdotes e indígenas asimilados que fungían de
traductores. Leían a los lugareños un extenso
documento que se iniciaba en el Génesis, proseguía
con la constitución del Papado, el ascenso al
trono de los Reyes Católicos y la bula en cuestión,
y concluían, acto declarando a los «naturales»
como súbditos de la corona española. Concluido este
procedimiento, y si era el caso, se desencadenaba la batalla. Una
vez concluido el enfrentamiento inicial, los conquistadores
establecían la fortaleza y la guarnición, o como se
decía entonces, el presidio. Presidiar era «hacer
frontera frente al enemigo». Junto a ellos, se iniciaba la
erección del convento que, a su vez,
señalaba la frontera religiosa. Esos tres elementos,
fuerte, presidio y convento, constituían la frontera: el
límite entre la ecumene y el inhóspito no-mundo del
bárbaro y del salvaje. A cada ciudad levantada, le
seguía y precedía un plano, una imagen estructural,
sometida, con el correr del tiempo, al
refaccionamiento actualizador de su historia. Las ciudades no
sólo enfrentaban al enemigo en cuanto salvaje, si no la
propia modificación en nombre del gusto, la necesidad, la
posibilidad, y por qué no, el capricho.

Entre los siglos XV y XVII, la cartografía contó con un auge
extraordinario. El mapa puso al alcance de las manos y
volvió manejables las enormes extensiones que se
abrían en los hechos y en la imaginación. Mapas y planos,
de continentes y mares, ciudades y puertos, van constituyendo la
expresión geográfica del imaginario
ecuménico a lo largo del siglo XVI. Desplazarse en el
mundo supuso un mantenerse recluidos al interior de los límites de
una frontera en constante traslación y expansión.
En estas condiciones, el mapa será necesariamente un
instrumento sometido a permanente renovación y
actualización. Pronto la imaginación barroca
convertirá esos mapas en imagen de la muerte:
vanitas. Donde hubo ciudades espléndidas, hay ahora ruinas
y desierto. Donde hubo tierras vírgenes, populosas
ciudades, y en su interior, toda una gama, penosamente rica y
fértil, de condiciones que testimonian la caída. El
sentido militar y moral que
emerge de la pérdida del Paraíso, como
también de la pasión de Cristo, habitó la
erección de ciudades e impregnó buena parte del
sentido místico y alegórico de la urbe a lo largo
de los siglos XVI y XVII. La racionalidad urbanística que
se impuso a partir de la primera modernidad, no
escapará a la positividad bélica de la
tradición de la caída y de la que se apropió
la imaginación clásica, hecha y rehecha a lo largo
de los siglos, como momento constructivo de la ecumene. De hecho,
podría incluso alegarse que el signo redentor de la
ecumene encarnó en mapas y planos, y que si estos
iniciaron el abandono de su esfera -canónicamente a fines
del siglo XVIII-, lo hicieron para refrendar la posesividad
afirmativa de la racionalidad del dominio.

El carácter segregante de mapas y planos
quedará precisado en sus estrategias
expositivas. Si discursivamente ambos se inscriben en la lógica
proyectiva del espacio tridimensional y de la racionalidad del
dominio, en su aspecto alegórico ambos permitirán
vehicular -a través de la tradición de las
marginalia, las viñetas y la misma alegoría con que
se revistieron océanos y continentes, montañas,
palacios y templos-, la reafirmación de la
ecumene-frontera y la incertidumbre sobre la completitud del
mundo en su interior. A veces bastan marcos, ornamentos o lemas
para intuir esta incertidumbre (Yo misma cuento con una
reproducción de un mapa veneciano del siglo
XVI que enmarca el globo terráqueo con guirnaldas de nubes
y angelotes de suaves y rosados labios). A veces es el ligero
temblor de la mano que dibuja la que nos permite intuir el origen
deshonroso de la existencia de este tipo objeto, es decir, como
instancia que perpetúa la marca de la
caída.

La literatura, siempre generosa
en toda suerte de circunstancias, da numerosos ejemplos de
operatividad y funcionamiento del mapa como recurso de
consecusión y exclusión comunitaria. Lo
hará, de preferencia, al interior de la lógica
iniciática o descriptiva del viaje. Pienso, por ejemplo,
en Sábato,
cuyo Sobre Héroes y Tumbas quiero imaginar como
transcurriendo sobre un diálogo de
siglos -eminentemente occidental, por lo demás-, entre el
propio Sábato, Dante y el Marqués de Sade. En un
impúdico alarde descriptivo, Sábato perpetúa
en el Informe sobre
ciegos la tradición de la experiencia urbana como
desarraigo, como delirio, como sinrazón. Evidentemente
ninguno de los debatientes habrán objetado este aspecto.
Premunido de un angustiante catolicismo medieval, Sábato
postuló una Buenos Aires
surcada subterráneamente por pasadizos y
habitáculos, donde la ceguera se oculta de la alarma
diurna que despierta su condición, indicando,
simétricamente, una ecumene negativa y paralela: un
no-mundo de ciegos. Está claro que la Buenos Aires diurna
puede crecer en diversas direcciones en la superficie; el
carácter negativo de la ecumene del submundo, por el
contrario, impide su expansión. No basta el hecho de que
la ecumene refiera principalmente a una comunidad
espiritual; la desviación de la norma que representa la
ceguera no permite su expansión geométrica, si no
su eventual expansión al interior de una subjetividad
abisal, sobre todo en cuanto asunción y revancha. Desde un
punto de vista cuantitativo, el no-mundo de los ciegos
está condenado a la dismimución proporcional con
respecto a las dimensiones que alcanza la ecumene de la
superficie. Aún cuando pueda extenderse, lo hará de
un modo tal que será imposible definir todo mapa de
sí misma y de sus dominios. Pero esto no obsta para
establecer vínculos entre una y otra. En el marco
alegórico dibujado desde ya por los propios debatientes,
el vínculo por excelencia será la lectura.
Para Sábato, la lectura
inaugura el horror. Una porosidad perversa y que le es propia,
permite en la lectura de los «signos»
urbanos el tránsito de un plano del mundo hacia su otro.
En el plano de la ciudad, de un modo inadvertido para el profano,
bocas comunicantes admiten la penetración y eventual libre
tránsito del iniciado por el desconocido submundo de la
ciudad; pero una vez hecho esto, una vez asumida la transitividad
entre un aspecto solar y uno nocturno de la existencia urbana, se
habrá perdido la capacidad de leer la carta de
ciudadanía expuesta en el mapa de la Buenos
Aires externa, luminosa y aséptica; se habrá
perdido todo sentido de pertenencia al mundo, a la ecumene; sus
mapas se habrán vuelto pura exterioridad, garabatos
horrendos que sólo cobran sentido como desarraigo y
soledad, como caída, como extrema otredad. Ni la
linealidad progresiva del Dante ni la extensión del
horizonte de Sade. No hay redención ni emergencia posible.
Sólo la soledad y la muerte.

Más allá del hecho de que podría
afirmarse que esta novela se erige
sobre un cúmulo de lugares comunes, cuestión que no
está de más indicar ante el hecho de que estamos
hablando de un Mapa Imposible -abstracción de la
abstracción de la imagen-, también habría
que afirmar que esta novela, se construye como alegoría.
El Informe mismo es una estructura que posibilita la visibilidad
de la condición alegórica de la novela en
cuanto digresión, esto es, destacando el hecho que la
digresión es sólo posible al interior de la forma
novela. Si en el plano simbólico de una experiencia de la
caída, el Informe sobre ciegos se constituye en una
parábola aterradora de la condición humana en la
urbe moderna, no es menos cierto que esa estructura
alegórica fagocita su propia lógica al convertirse
ella misma en objeto de su lectura: aquel alarde descriptivo se
trueca en denuncia del mismo combate experimentado ahora por la
representación. Sábato no deja espacio alguno para
el hedonismo. En El Mapa Imposible, en tanto, el hedonismo es
posible sobre la base del procedimiento abstractivo con que opera
la representación yque hace evidente la imagen
fotográfica. En el Informe sobre ciegos la soberbia y
optimismo aséptico de la racionalidad dominadora expresada
como representación, se opone, sin solución de
continuidad, a la evidencia desgarradora de la imposibilidad de
realización plena de sentido implícita en la
representación: el submundo de Sábato es, por
definición, inasequible. Solo se hace presente como
lógica de sí, invisible, negativa, indescriptible.
Es más, habría que afirmar que, en cuanto
experiencia, es auténticamente gratuita, indecible. Para
ello el truco de la metáfora. Las bocas comunicantes entre
planos mundanos diurnos y nocturnos, permiten vislumbrar la
función comunicativa de las fisuras de la lógica
representacional. Esas bocas suponen, esperanzadas, una salida
positiva para la gratuidad de la imagen, una gratuidad que
constituye uno de los lugares comunes sustantivos del concepto de
arte a
través de los siglos. En cuanto momento
metodológico, la representación ni reproduce ni
crea: sólo puede operar al interior de un horizonte
alegórico, convencional. Es ese límite el que
parece generar el horror intrínseco a la
representación como extensión, por ejemplo, del
temor a la muerte. El mapa, como paradigma del
método,
como momento expositivo del método, como
encarnación instrumental de la racionalidad del dominio,
es delatado como vulgar impostor. Mapa y representación,
que en cuanto métodos,
expresión e instrumento de dominio, de absorción,
de redención, ya nos era inútil en la ecumene
negativa del no-mundo de los ciegos, ahora, en cuanto pura
exterioridad, deshecha toda certidumbre, se nos ofrece
balbuceante, unidimensional, incapaz de acoger, abrigar, seducir,
conducir… ¿Cuánto de la fisura de la imagen no es
también, convención?

Algunos años más tarde, y en un contexto
que nos es más próximo, ese encapsulamiento del yo,
de un yo irremediablemente fracturado en cuanto imposibilidad de
redención, fue aprovechado una vez más por la
filosofía, esta vez por Jameson. En un ensayo
apresurado, pero ya clásico y que ha devenido en consulta
obligatoria en el submundo académico, Jameson apela a otro
tipo de mapa, a uno inscrito en un nuevo «espacio»
representacional: el mapa mental. Mapas mentales
abundan en la historia de la
filosofía, pero sin duda, las primeras imágenes
de un mapa mental, propuestas en el siglo XX, nos la proveyeron
Freud, con su
topografía de la psique, y el optimismo
irónico del Surrealismo,
por boca de su oráculo, Breton. Alegando en contra del
crecimiento desmesurado de la ciudad de Los Angeles, California,
Jameson se apoya en la tradición intelectual que
materializa en las configuraciones urbanas, un cierto momento y
condición del espíritu. Algunos años antes,
José Luis Romero había publicado su inolvidable
Latinoamérica, las ciudades y las ideas, en
el que aparecía aludido dicho mapa mental como memoria y
momento identitario. Para Jameson, los trazados en espiral de las
ciudades premodernas, o en damero, característicos de las
utopías de la primera modernidad, han sido suplantadas, en
los hechos, por un crecimiento «gestual» que se ha
visto posibilitado, sobre todo, por la
«lógica» en la que se inscriben los nuevos
medios de
transporte.
Dicha lógica habría ofrecido la ciudad
satélite o la ciudad-dormitorio. Para Romero, las
dinámicas de crecimiento urbano van acompañadas y
protagonizadas por hombres y mujeres, luchas, ideas y amores que
se desgajan en los diversos planos, comunitarios por
definición, de la ciudad. Tránsitos de intelectuales
y comparsas varias a lo largo de líneas imaginarias
tendidas por los bares y cafés, testimonian e integran, o
mejor, religan al humilde ciudadano; podemos evocar la demanda de
justicia y
humanidad, en el palimsesto de carteles y banderas que visten
edificios y tendidos eléctricos, mismas calles y tendidos
eléctricos que indican un agitado, perenne comercio
intersubjetivo; podemos también intuir las evidencias de
más de alguna competencia del
tipo «quien lanza el pipí más lejos»;
el anonimato o la expectación que alguna congénere
alimenta con un mayor o menor cuidado en la selección
de vestidos y perfumes; o algún arrebato escriturario de
índole forestal; experimentar esa extraña
alegría que produce la visión distante de un
automóvil nupcial, o incluso la solidaridad que
despierta una ruptura sentimental. Aquí cobrará
importancia la «forma» de la urbe en el sentido de
que ésta concretiza las diversas instancias humanas. En la
misma orientación, pero con sentido inverso, el
crecimiento no dibujístico de la ciudad de Los Angeles
sólo es parangonable, según Jameson, con las
excrecencias desbordantes e impredecibles en orientación,
volumen y
dirección, de los cultivos de esporas y
otros agentes patógenos. Se corre el riesgo, claro
está, de suponer que esa imagen lo es también
acusadora del aspecto irracional de la existencia como su
única y esencial realidad: de pretender que lo que
llamamos racionalidad no es más que mero sueño
utópico, reducido al ámbito aséptico y
selectivo de una dinámica generadora de instrumentos de
observación, construcción y reflexión, que poco
tienen en común con sus objetos. No por escamotear este
punto, sino porque entendemos que lo considera como
condición de los modos de la experiencia en el orden del
capital
tardío, Jameson conducirá esa imagen hacia la
visión exacerbada del desarraigo y la caída.
Desarraigo comunitario, desarraigo con el pasado, soledad,
vacío, desesperanza. Las vías de comunicación y sus instrumentos ya no son
más vehículos de religación, si no
prepotencia e individualismo. En esa atmósfera
tecnológica que pareciera, por momentos, reencontrarse con
una de cualidad prehistórica de emergencias y extinciones,
sólo resta ejercer un hedonismo histérico, incapaz
de articular un yo sólido y unitario. Oponiéndose a
las ambiciones redentoras de las vanguardias heroicas, herederas
quizá de la «forma» ecumene, no hay obscuridad
posible, no habría tal cosa como una ecumene negativa, un
no-mundo condenado, latente, incluso resistente. La ciudad de
Romero nos reconoce y nos reconocemos en ella. El no-mundo de
Sábato era todavía un lugar. El no-mundo de Jameson
es pura literalidad: no mundo. Sólo la operatividad
maquinal de las vías de transporte, de las convenciones
comunicacionales, del mero dato, inconexos de todo horizonte de
sentido, tienen carta de
ciudadanía. En este no-mundo que se ha desecho de todo
oponente, del arte restaría sólo su exterioridad,
sus despojos, su reducción neurótica a gesto
maquinal y repetitivo.

Si todo mapa es dibujo y,
citando el momento de génesis del concepto moderno de
espacio, la perspectiva es el dibujo -cuestión que, entre
paréntesis, podría conducirnos a la idea de que a
cada nuevo concepto de espacio debiera seguirle un nuevo dibujo-,
no es de extrañar, por otro lado, que el mapa haya
eclosionado en el momento mismo de sacralización del
espacio tridimesional de la representación
pictórica. Por supuesto que la teorización del arte
en los siglos XVI y XVII, como hermenéutica de la pintura,
pronto encontró lugar para el mapa en al menos tres
ámbitos. Organizados en niveles de explicitación,
se podría afirmar que uno lo expone en la
representación, otro lo realiza en la contemplación
y el tercero lo oculta en la operatividad instrumental que la
generó. De los dos primeros prosiguen la teoría
de los géneros y la asunción barroca de la
analogía fúnebre entre la pintura y la muerte,
espiritual o corporal, como metáfora de la
representación. El tercero, en cambio,
estrechamente ligado al segundo, se introduce en la intimidad del
taller, en la dinámica productiva del ensayo y del
error. Su condición pecaminosa se expresa en la dualidad
de un requerirla al tiempo que delata la presunción de su
inexistencia. Un mapa, por cierto, superpone y opone, a la vez,
diversos órdenes de discurso: una
extrañeza en parte análoga a la que
experimentábamos en nuestra infancia
cuando contrastábamos una partitura de, pongamos por caso,
la Marcha Turca de Mozart, a nuestra
experiencia auditiva de esa misma pieza. En este sentido, un mapa
superpone aspectos políticos, económicos,
corográficos, etc., que yuxtapone a nuestra propia
experiencia limitada del entorno. El horizonte no necesariamente
es el límite último de nuestra mirada, más
aún cuando, siguiendo los términos de este
razonamiento, oponemos la condición factual del horizonte
a una mirada que se ejerce en el ámbito urbano. En un
sentido metafórico o incluso procesual con
«finalidad», esta oposición puede llegar a
disolverse. Como sea, está claro que un auténtico
abismo se abre entre un mapa de la araucanía y nuestra
experiencia de la araucanía. Es la asombrosa
correspondencia y trasposición sintética practicada
por el mapa lo que lo distingue. Su exclusión de las
individualidades. De igual forma, el plano de Santiago no
coincide, salvo en un aspecto exageradamente referencial, con
nuestra experiencia de Santiago. Los mapas y planos de Santiago
hacen visible un aspecto utilitario e instrumental de la ciudad y
eliden, en cambio, la complejidad de su vivencia. Pienso en
Kuitka y su interés
por los mapas políticos o urbanos, tratados con la
relativa monocromía que caracteriza sus telas, o por medio
de su impresión en viejos colchones que aún exhiben
la hendidura dejada por perdidos botones. De la misma manera, ese
mapa-plano de lo representado en la representación, en sus
momentos articulante y expositivo, no «contienen» a
la imagen, ni mucho menos, en su trasposición
representacional, a la representación. Viceversa, aun
cuando el mapa-plano de la imagen sea necesaria a la imagen, lo
es fundamentalmente para que la imagen se articule como tal. Por
ello la teorización de los géneros como
hermenéutica de la pintura, como se sabe, se
apropió e hizo coincidir con la propia superficie
pictórica, no sólo marcos, puertas y ventanas, sino
mapas. La propia condición mutable del mapa y del plano,
no sólo en virtud de la transformación de los
instrumentales epistémológicos con los que
habrían de construirse, sino ante la propia mutabilidad
urbana, y por extensión, la de su experiencia,
habría de constituirse en instrumento privilegiado de
concreción de la política de la
vanitas. En este sentido, no podemos si no convenir en que la
retícula, en tanto intervenida por la materialidad misma
de la representación y sus formatos, necesariamente
iría acogiendo, como residuo, el campo en que se
debatía, y se debate
aún hoy, el carácter eminentemente abstracto de la
representación y de su imagen. La densidad semántica de este aspecto del
mapa-retícula se dilata ante la naturaleza de
los instrumentales con los cuales se construían tanto el
mapa como las imágenes. Por otra parte, no olvidemos que
diversos procedimientos
mecánicos se elaboraron entre los siglos XV y XVI para
lograr la construcción fidedigna del objeto representado
al interior de la lógica perspectívica. Como es
comprensible, la retícula se constituía en un
momento estructural y medianero del proceso de
construcción de la imagen. De ellos, la cámara
oscura encarnaría con mayor fuerza el
carácter abstracto, virtual de la representación.
Más aún cuando consideramos el hecho de que la
cámara oscura, la mismo tiempo que encarnaba el éxito
de la racionalidad del dominio, ofrecía una imagen
invertida de los objetos que se le confiaban, violando los ejes
convencionales, arriba, atrás, abajo, adelante, con que
ordenamos el espacio…

Santiago de Chile es una de las ciudades más
grandes del mundo. No lo es en virtud del número de sus
habitantes si no de su extensión. Su crecimiento constante
iniciado en la década de los años treinta del siglo
XX, se ha visto acelerado hasta la exasperación en los
últimos veinte años. Lentamente, y desde su
fundación, Santiago, como todas, es una ciudad que se
transforma. Desastres
naturales y embellecimientos sucesivos se alegan para
justificar las modificaciones en su apariencia… y su
extensión. Si esas modificaciones tendieron en mayor o
menor medida a definir un centro urbano, desde los años
treinta del siglo XX ese crecimiento se desplegó hacia
afuera de ese centro.

Más allá de la suposición
planimétrica y regular de las configuraciones en forma de
damero, lo cierto es que en la lógica moderna las ciudades
crecieron irradiándose sobre el espacio circundante.
Expresada la racionalidad del dominio en la cuadrícula, la
ciudad moderna buscaba, sin embargo, definir nítidamente
un centro urbano a la vez económico y espiritual. En ese
ordenamiento, cada estamento social encontraba su
ubicación en relación al centro. El crecimiento
santiaguino a lo largo del siglo XX se ha resuelto como
expansión incontenida, apenas articulada por ejes
irregulares en su linealidad proyectiva, que a la vez seccionaban
a la población materializando una
fragmentación social e individual, que ha sido en parte la
expresión de un anhelo aristocrático experimentado
casi como caída, como deshonra que hay que borrar. Las
políticas de acción
de emergencia ante el hacinamiento generado por las migraciones
de fines del siglo XIX, crearon entre otras a las cités
que, como hoy, mantenían discretamente invisibles las
miserias de esos grupos humanos.
El crecimiento incontenible y las dinámicas
contemporáneas de experiencia urbana en el Gran Santiago,
han derivado en toda clase de
problemas
sanitarios, en particular mentales. En la lógica del
capital, cada «pedacito de naturaleza» se ha vuelto
atractivo en demasía, desde un punto de vista
económico, que no sólo amenaza con destruir uno de
los territorios más ricos del país, desde la
perspectiva agrícola, sino que se restringe cada vez
más a una población acomodada que verifica en la
huida su legitimación como estamento social. A
mediados de siglo, Santiago retumbó con las
movilizaciones. Banderas, insubordinación y esperanza, en
forma de columnas humana, atravesaron una y otra vez el centro
urbano. Plazas, parques y avenidas de anchas veredas -y un
conveniente sistema de
identificación de calles- alojaron a un número cada
vez mayor de santiaguinos dispuestos a «caminarse» la
ciudad. Modernización, burocracia,
pololeo, discusión y reflexión fueron constituyendo
aquellas tramas de bares, cafetines y burdeles a través de
los cuales, acalorada y subterráneamente fueron
descolgándose nuestros habitantes. Si los diversos
momentos del «proyecto pedagógico», incluidas
las universidades, participaron activamente en el proceso de
ascenso social, también la locomoción colectiva
hizo su aporte. Raudas e incesantes, llegaban a todos los puntos
urbanos; a menos, claro, que se tratara de la
«población»; probablemente, en ese caso,
habría que caminar, desde el «terminal», con
frío, con barro, con sed.

Mientras la locomoción colectiva de la ciudad de
Santiago iba bosquejando un mapa mental de la ciudad que
incorporaba en sí la distinción entre trabajo, como
espacio social, y hogar, como espacio privado, por otra parte
esos medios de transporte iban testimoniando, en silencio, las
crecientes dimensiones urbanas. Ese mapa mental no parecía
solicitar su clara distinción de aquel otro mapa
configurado por nuestras permanencias en la mutitud de lugares
que la ciudad nos ofrecía. El centro urbano, por su parte,
fue incrementando a grandes pasos el número de edificios,
de varios pisos, laborales y habitacionales, alterando tanto una
percepción retórica de la ciudad
como la naturaleza misma del ejercicio de su percepción.
Así por ejemplo, el proyecto de resemblanza vienesa de los
edificios públicos inmediatos al Palacio de La Moneda, fue
consolidando una cierta imagen política y urbana del
país y de la ciudad en el más amplio sentido
ciudadano, los residentes y oficinistas de estos mismos edificios
fueron confirmando, a su vez, la visión de «vuelo de
pájaro» sobre calles y transeúntes, que se
venía instalando por largo tiempo. De la misma manera, la
permanencia transitoria en esa trama de bares y cafetines nos
ofrecía la oportunidad de apropiarnos de esos espacios,
entre medianeros y definitivos, que ocupaban el suspenso entre
aquellos puntos en los cuales nos consolidábamos como
trabajadores o estudiantes, y aquellos en los que nos
realizábamos como amigos o miembros de un núcleo
familiar. No cabe duda de que esos lugares de tránsito
participaban, y participan, de una cierta cualidad teatral en el
sentido de que presenciaban y verificaban ese cambio de
roles.

Si la ciudad fue creciendo, no por ello las señales
modernizadoras alteraron su organización estamentaria. Cada ascenso
social fue seguido de un conveniente traslado de los sectores
urbanos ocupados por las clases dominantes. En este sentido, a la
carga política, construida en el pasado reciente de
nuestro país, habría que añadirle a esa cruz
trazada por los ejes viales que desgajan la Plaza Baquedano,
aquél de su función discriminadora en
términos de clases
sociales. Estoy atenta al hecho de que el rótulo
«clases sociales» ha devenido problemático en
cuanto a que múltiples transformaciones, tanto
políticas como científicas, han denunciado la
dificultad de su aplicación al entorno social, sin
descontar el hecho de que retrotraen la conciencia a un pasado
relativamente distante y traumático. Sin embargo, estoy
convencida de que aún en ese caso, sigue resultando eficaz
para designar, en sociedades
como la nuestra, inscrita en la sociedad del
capital, el sinúmero de condiciones y condicionamientos
sociales que distinguen a los grupos que la conforman. Uno de los
ordenamientos sociales que con mayor violencia la
caracterizan, es aquél que distingue entre capas
tradicionalmente -o recientemente- dominantes, de aquellos
innumerables conciudadanos -entre los que nos contamos- cuyo
nombre no tiene ni lugar ni poder, y cuyos
niveles de educación no permiten
tampoco augurar una transformación, a corto plazo, de su
situación. En esta suerte de «corre que te
pillo», la cruz de la Plaza Baquedano marca, por ahora, un
límite que se percibe como definitivo. La misma orfandad
del lugar parece refrendarlo. Escasa, por no decir nula
posibilidad de residencia, salvo en cuanto transeúnte o
desde la distancia de los edificios circundantes, la Plaza
Baquedano es el escampado mismo en forma de cruce, nudo
neurálgico, si acaso, punto de encuentro móvil de
esos estamentos. Su misma vastedad permitió alojar a las
masas en demanda de democracia.
Fue esa seguidilla de eventos
multitudinarios -además de las insistentes manifestaciones
en honor de su majestad el fútbol– el que le asignó
su carácter de lugar político. Y esa
condición se veía reforzada, como hoy, por el hecho
de que la Plaza Baquedano es uno de los pocos lugares de nuestra
ciudad en el que el mapa mental, como discurso social, se
encuentra materializado en la desembocadura y giro de nombres de
los principales corredores viales urbanos. Pero este mapa mental
luce aquí desasido de toda carga íntima y propia.
En pocas palabras, la demanda de democracia se verificó en
uno de los enclaves más inhóspitos y precarios de
Santiago. Dificulto que alguien quiera invertir, por placer,
más del tiempo que tarda el descenso y ascenso de un medio
de locomoción o, por comodidad o falta de otras opciones,
para facilitar y asegurar el encuentro con los otros. Es
indudable que la selección e institución de la
Plaza Baquedano como lugar político se fundamentó
en su carácter transitivo. Y si todos estos aspectos son
relevantes a la hora de hablar de nuestra experiencia urbana, no
lo es menos el hecho de que ese cruce de vías que es la
Plaza Baquedano, materializa a fuego, troquela, la ciudad en
bloques tales que, progresivamente, los santiaguinos sólo
habitan, en el sentido más amplio de la palabra, las
inmediaciones de la propia residencia. Es más, el
crecimiento desbordante de la ciudad asociada también a
esa división estamentaria, ha creado situaciones ajenas a
la lógica del casco central, a saber, la profusión
de prolongadas avenidas carentes de aceras apropiadas, o incluso,
cuando las hay, la renuencia de sus comunidades a
caminarlas.

La operación fotográfica fundamental que
hemos destacado es aquella de la abstracción de la imagen
a partir de un fluir continuo de visualidad, como asunción
de la tradición de verosimilitud de la imágen
fotográfica. Pero esta imagen así producida, ha
sido intervenida, alterada, explotada, destacada, con
procedimientos análogos a la materialidad que la conforma.
Explotando la autorreferencialidad que hace evidente hoy la
peculiar relación corporal con la pantalla del computador y
sus instrumentos -autorreferencia que propone una relación
con el propio cuerpo distinta de aquella de la escritura,
espalda encorvada y lápiz en mano- el fotógrafo ha
hecho posible poner de manifiesto ese carácter abstracto,
frágil y volátil de la imagen mecánica. Allí, en la
autorreferencialidad hedonista, en el goce de la propia intimidad
propiciada por este instrumento, la imagen se encuentra con el
fotógrafo y nos es devuelta como nostalgia.

Ahora bien, la misma precariedad y fugacidad de las
imágenes sometidas al desamparo, a la orfandad de este
punto de partida, se ha vertido en una cámara oscura. La
circunstancia de estar encajonados difiere del descampado que
define el punto de partida y más bien revierte sobre su
condición de «arranque» de cuatro recorridos.
Ese mismo encajonamiento en el cual las imágenes no tienen
continuidad -en la medida en que se proyectan segmentos de las
filmaciones, pero también, y sobre todo, las abstracciones
realizadas por los fotógrafos-, alude a esa
división en cuatro grandes ciudades de Santiago,
espolvoreadas, aquí y allá, por algunos parques y
plazas, e incipientes ciudades satélite que son más
bien el resultado de la incorporación de zonas rurales al
área urbana. Cuatro grandes ciudades que pretenden ser una
sola, que ofrecen imágenes definitivamente diferenciadas
de las formas y condiciones de vida de sus habitantes y que
sólo se unifican abstractamente en el mapa o en el plano.
Por su parte, la opacidad evidente de los cuerpos encajonados,
contrasta con la luminosidad que hace posible la imagen.
¿En qué otro lugar podrían, la
imagen-recuerdo y el ojo-máquina encontrarse con el
ojo-cuerpo? ¿Cuál es la condición requerida
para ese encuentro?

Si algo compone el campo connotativo de una
cámara oscura, ello es la asepsia: la asepsia como anhelo,
como ocultamiento y negación de la caída. Sin
embargo, la metáfora redentora de la luz, de la que se
ha apropiado la racionalidad dominadora, alcanza en la
cámara oscura de El Mapa Imposible su polo opuesto. La
condición inicial de esta subversión reside en la
inclusión de los cuerpos de los espectadores como soportes
de la imagen fotográfica. La imagen ya no se constituye en
los confines de su espacio, mudo y vacío, sino que lo hace
sobre los cuerpos, a través de los cuerpos. A primera
vista pareciera que esos cuerpos, uniformados en la luz hubieran
desaparecido. Sin embargo, pronto se harán presentes en la
convocatoria de silencio ante la oscuridad y la luz. Lo
harán en el encuentro obligado de esos cuerpos, su
disolución en la oscuridad, el reconocimiento de su
opacidad. Si el encuentro es confirmado por la luz proyectiva de
la imagen, así también lo hará la conciencia
de su distancia, la conciencia de su conversión en imagen
refractante de su propio aislamiento y que le es recitada por un
fluir incontenible de imágenes que le recuerdan su propia
condición dispersa, automática y solitaria. La
cámara oscura, con su resonancia aséptica y
dominadora, se ofrece como espacio compuesto de retazos. En este
sentido, El Mapa Imposible optó por una edición
digital, una fotografía, entendida como cuadro-a-cuadro e
intervenida, a su vez, con procedimientos digitales. La
metáfora que ha quedado impresa, en la intervención
de esas imágenes, es la del ejercicio interpretativo en
dos direcciones realizado por el fotógrafo: el de la
operación selección y aquél de la
intervención de lo seleccionado. Tanto una como la otra
pertenecen al acervo tradicional con que se han asumido las
funciones y
operaciones
fotográficas. La segunda, en particular, explicita esa
tradición en el sentido de un someterse la
fotografía a una mirada antes que a un
ojo-máquina.

La explotación, la glorificación, hasta el
paroxismo, de las convenciones en torno a la
fotografía, le ha permitido a este proyecto convertir a
esas mismas convenciones en auténtico momento material de
la obra. Su asunción en cuanto materialidad de la obra
invita al fotógrafo a un recorrido heroico por esas
convenciones con la urgente expectativa de evidenciar su
carácter domesticador y restrictivo. Así como la
opacidad de los cuerpos exhibía su conversión
especular en la luz, así también la metáfora
de la caída ha encontrado su imagen en la clausura del
poder religante de las convenciones en torno a la imagen mecánica. Una imagen que, por cierto, se ha
deshecho de todo sentido militar, de toda promesa de
Paraíso, de toda ambición de perdón en lo
«políticamente correcto». Es más, si
alguna imagen sugiere este Mapa Imposible, no cabe duda de que se
trata de una que niega, sustantivamente, la falsa
oposición instalada entre una domesticación plebeya
y una pretendida autosuficiencia y que pregunta en cambio, por el
sentido profundo de toda nostalgia, de nuestra
nostalgia.

La operación fotográfica fundamental que
hemos destacado es aquella de la abstracción de la imagen
a partir de un fluir continuo de visualidad, como asunción
de la tradición de verosimilitud de la imágen
fotográfica. Pero esta imagen así producida, ha
sido intervenida, alterada, explotada, destacada, con
procedimientos análogos a la materialidad que la conforma.
Explotando la autorreferencialidad que hace evidente hoy la
peculiar relación corporal con la pantalla del computador
y sus instrumentos -autorreferencia que propone una
relación con el propio cuerpo distinta de aquella de la
escritura, espalda encorvada y lápiz en mano- el
fotógrafo ha hecho posible poner de manifiesto ese
carácter abstracto, frágil y volátil de la
imagen mecánica. Allí, en la autorreferencialidad
hedonista, en el goce de la propia intimidad propiciada por este
instrumento, la imagen se encuentra con el fotógrafo y nos
es devuelta como nostalgia.

Ahora bien, la misma precariedad y fugacidad de las
imágenes sometidas al desamparo, a la orfandad de este
punto de partida, se ha vertido en una cámara oscura. La
circunstancia de estar encajonados difiere del descampado que
define el punto de partida y más bien revierte sobre su
condición de «arranque» de cuatro recorridos.
Ese mismo encajonamiento en el cual las imágenes no tienen
continuidad -en la medida en que se proyectan segmentos de las
filmaciones, pero también, y sobre todo, las abstracciones
realizadas por los fotógrafos-, alude a esa
división en cuatro grandes ciudades de Santiago,
espolvoreadas, aquí y allá, por algunos parques y
plazas, e incipientes ciudades satélite que son más
bien el resultado de la incorporación de zonas rurales al
área urbana. Cuatro grandes ciudades que pretenden ser una
sola, que ofrecen imágenes definitivamente diferenciadas
de las formas y condiciones de vida de sus habitantes y que
sólo se unifican abstractamente en el mapa o en el plano.
Por su parte, la opacidad evidente de los cuerpos encajonados,
contrasta con la luminosidad que hace posible la imagen.
¿En qué otro lugar podrían, la
imagen-recuerdo y el ojo-máquina encontrarse con el
ojo-cuerpo? ¿Cuál es la condición requerida
para ese encuentro?

Si algo compone el campo connotativo de una
cámara oscura, ello es la asepsia: la asepsia como anhelo,
como ocultamiento y negación de la caída. Sin
embargo, la metáfora redentora de la luz, de la que se ha
apropiado la racionalidad dominadora, alcanza en la cámara
oscura de El Mapa Imposible su polo opuesto. La condición
inicial de esta subversión reside en la inclusión
de los cuerpos de los espectadores como soportes de la imagen
fotográfica. La imagen ya no se constituye en los confines
de su espacio, mudo y vacío, sino que lo hace sobre los
cuerpos, a través de los cuerpos. A primera vista
pareciera que esos cuerpos, uniformados en la luz hubieran
desaparecido. Sin embargo, pronto se harán presentes en la
convocatoria de silencio ante la oscuridad y la luz. Lo
harán en el encuentro obligado de esos cuerpos, su
disolución en la oscuridad, el reconocimiento de su
opacidad. Si el encuentro es confirmado por la luz proyectiva de
la imagen, así también lo hará la conciencia
de su distancia, la conciencia de su conversión en imagen
refractante de su propio aislamiento y que le es recitada por un
fluir incontenible de imágenes que le recuerdan su propia
condición dispersa, automática y solitaria. La
cámara oscura, con su resonancia aséptica y
dominadora, se ofrece como espacio compuesto de retazos. En este
sentido, El Mapa Imposible optó por una edición
digital, una fotografía, entendida como cuadro-a-cuadro e
intervenida, a su vez, con procedimientos digitales. La
metáfora que ha quedado impresa, en la intervención
de esas imágenes, es la del ejercicio interpretativo en
dos direcciones realizado por el fotógrafo: el de la
operación selección y aquél de la
intervención de lo seleccionado. Tanto una como la otra
pertenecen al acervo tradicional con que se han asumido las
funciones y operaciones fotográficas. La segunda, en
particular, explicita esa tradición en el sentido de un
someterse la fotografía a una mirada antes que a un
ojo-máquina.

La explotación, la glorificación, hasta el
paroxismo, de las convenciones en torno a la fotografía,
le ha permitido a este proyecto convertir a esas mismas
convenciones en auténtico momento material de la obra. Su
asunción en cuanto materialidad de la obra invita al
fotógrafo a un recorrido heroico por esas convenciones con
la urgente expectativa de evidenciar su carácter
domesticador y restrictivo. Así como la opacidad de los
cuerpos exhibía su conversión especular en la luz,
así también la metáfora de la caída
ha encontrado su imagen en la clausura del poder religante de las
convenciones en torno a la imagen mecánica. Una imagen
que, por cierto, se ha deshecho de todo sentido militar, de toda
promesa de Paraíso, de toda ambición de
perdón en lo «políticamente correcto».
Es más, si alguna imagen sugiere este Mapa Imposible, no
cabe duda de que se trata de una que niega, sustantivamente, la
falsa oposición instalada entre una domesticación
plebeya y una pretendida autosuficiencia y que pregunta en
cambio, por el sentido profundo de toda nostalgia, de nuestra
nostalgia.

Alvarez de Araya Cid Guadalupe –

Partes: 1, 2
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